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domingo, 10 de febrero de 2013

DE TIERRAS LEJANAS



El origen de la piedra de moler es casi tan antiguo como la aparición del hombre, cuándo estos debían moler ciertos alimentos como granos, semillas o frutos de cáscara dura.
Quizás la utilidad que los antepasados dieron a las piedras de moler puede situarse en el momento en que empezaron a controlar el fuego como requisito para poder cocinar.
Los Australopitecus comían carne cruda pero la golpeaban para aplanarla y hacerla más fácil de masticar. ¿Qué ocurre cuando intentamos aplastar la carne con la ayuda de piedras? Que se producen chispas, al chocar una con otra. Al repetir este proceso puede producir fuego que intentan controlar y por tanto utilizar, entre otras cosas, para cocinar los alimentos.
 Esa utilización de la piedra para aplastar la carne nos hace pensar de nuevo en el mortero, batán o molcajetes de las tribus americanas.
 Tradicionalmente, el uso del mortero se identifica con su uso en farmacia. El poeta romano Juvenal aplicó la denominación mortarium en artículos para preparar drogas en las boticas de la antigüedad.
 Los morteros se han utilizado igualmente en la cocina para preparación de ingredientes o acompañamientos para distintas preparaciones, como mahonesas, guacamoles, pesto…
En la cocina oriental se llaman surikogi o suribachi. En África se utilizan morteros de gran tamaño para moler cereales y en América Latina, en muchos lugares del altiplano peruano y boliviano, no hay hogar que se precie que no tenga en su cocina un batán, que es una piedra donde moler los ingredientes de la llajwa, en quechua, salsa muy picante preparada en batán, cuyos ingredientes base son el tomate y el locoto. Se prefiere la preparación en mortero o batan antes que en licuadora, ya que esta produce espuma y desvirtúa la salsa, que se siente más picante que otra cosa.
En un viaje a Bolivia, perdido entre un amasijo de reliquias que no pregunté de dónde habían salido, encontré un precioso mortero. Es de piedra oscura, suave del uso, con un pistilo de bronce tallado con una cabeza de animal mítico, un khuru, que los Jalq’a creen que aparecen cuando una persona está sola o en un lugar remoto. Realmente el lugar era alejado, remoto, pero yo no estuve sola y  cada cucharada de sopa de maní aderezada con llajwa me calentaba el cuerpo. El Altiplano Potosino me acercaba al cielo, la altura hacía sentir a mi alrededor un mundo irreal. Imaginaba la mujer que había cocinado esa llajwa, la utilización de ese mortero ancestral, transformando el tomate y el locoto en una mezcla mágica. No era necesario nada mas.

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